Nuestra lucha por evitar el dolor se convierte muchas veces en un esfuerzo inútil.
El dolor tiene la función de avisarnos para que hagamos algo a fin de reparar el daño físico que pensamos que lo genera. El dolor es una sensación generalmente terrible, indicio de un mal amenazante. Por eso, una reacción natural en el hombre es el miedo al dolor, un miedo que es adaptativo porque nos impulsa a evitarlo y eliminarlo.
A pesar de esto, no siempre una reacción de miedo nos lleva a un comportamiento adecuado. En el caso de un dolor crónico, nuestra lucha por evitar el dolor se convierte muchas veces en un esfuerzo inútil. El sentimiento de fracaso nos genera, inicialmente, impotencia y un estado de irritación que influye en nosotros y quienes nos rodean. Finalmente, cuando vemos que no es posible acabar para siempre con él, podemos caer en una depresión o, al menos, en un estado de ánimo depresivo que nos hace perder el sentido de la alegría.
La continuidad del dolor nos puede producir ansiedad social. Si nos impide nuestra actividad normal, puede llegar a generarnos un sentimiento de inutilidad y de no ser necesarios para los demás. En caso de que nos esforcemos en luchar contra ello para que nada cambie, podemos llegar a intentar mantener niveles de actividad similares a los que teníamos cuando no sentíamos dolor; muy por encima de nuestras posibilidades actuales.
Nos damos cuenta de que, además del daño físico, el dolor lleva asociada una serie de procesos psicológicos, tan desagradables, duros y amenazantes como el propio dolor, que se unen indisolublemente a él. Para entender estos fenómenos necesitamos distinguir bien entre dolor y sufrimiento.
El sufrimiento es una reacción afectiva producida por un estado emocional. Sufrimos con la pérdida de un ser querido, lo hacemos con el miedo a que a nosotros, o alguien allegado, le ocurra una desgracia o cuando nos sentimos sometidos a una amenaza grave.
La reacción emocional asociada al sufrimiento puede ser mucho más intensa e insoportable que un fuerte dolor físico.
Por si esto fuera poco, el propio dolor es capaz de generar una reacción afectiva que incrementa el sufrimiento asociado a él, generando una serie de sentimientos insoportables que resultan indistinguibles del propio dolor. Así, si el dolor nos lleva a empeorar nuestras relaciones, no disfrutar nuestros hobbies, no poder trabajar o, simplemente, a estar peor físicamente por no poder dormir, el sufrimiento asociado será mucho mayor que el que correspondería exclusivamente al daño físico que lo inicia.
Según los últimos estudios, el dolor crónico afecta a 1 de cada 5 europeos (19%). Aunque en nuestro país este porcentaje se sitúa en el 11%, la duración e intensidad del dolor es mayor que en el resto de los países y se observa el porcentaje más elevado de personas con dolor crónico sufriendo depresión, el 29%.
El dolor crónico puede tener un impacto devastador en muchos aspectos vitales de la persona que lo sufre:
Normalmente tenemos la experiencia de que el dolor es pasajero y controlable, pero cuando aparece un dolor resistente, que no se pasa de ninguna forma, nuestra concepción del mundo se tambalea. Un dolor crónico puede llegar a hacer que quien lo sufre se replantee el para qué y el porqué de la vida.
Los intentos infructuosos de eliminar el dolor crónico nos pueden llevar a círculos viciosos que no solamente no solucionan el problema, sino que lo empeoran. La ruptura de estos círculos es uno de los objetivos prioritarios de la intervención del psicólogo en el tratamiento del dolor.
El problema no es que haya dolor crónico, sino que este arruine nuestra vida ocasionándonos problemas de pareja, de trabajo, de amistades y tiempo libre, de ansiedad, depresión, insomnio, etc., y que lo haga porque hemos caído en alguno de estos círculos viciosos.
Para salir de ellos necesitamos darnos cuenta de que estamos ante una situación que no se puede cambiar y que la aceptación es el único camino:
Pero aceptar el dolor, abrirnos a su experiencia, es muy duro y puede precisar de una terapia psicológica. Supone que la persona tiene que incorporar en su propio autoconcepto la nueva incapacidad de controlar el dolor y las limitaciones que tiene y, pese a ello, encontrar un sentido a su vida.
El tratamiento psicológico del dolor crónico debe ser capaz de responder a dos aspectos fundamentales: actuar sobre el dolor de modo que los sistemas de regulación natural operen adecuadamente y, en segundo lugar, atendiendo a la persistencia del dolor, evitar que este se haga dueño de la vida del paciente, impidiéndole ser persona.
Hoy día la terapia psicológica cognitivo-conductual tiene suficientes herramientas para poder enfrentarse con éxito a esos problemas. Existen técnicas que han mostrado su eficacia de forma científica y por ello, en LC Psicólogos trabajamos con ellas: